Cabredo / Visita 2
Llegamos sin ganas de llamar la atención, aunque lo hacemos desde el momento en que aparcamos el coche. Por lo menos llevamos el coche de Garbi, que tiene aire acondicionado y es una bala. La última vez aparecimos con el de Karmele, que se cae a trozos y tiene los dos retrovisores pegados con cinta adhesiva, como si fuese una carta de presentación.
Caminamos como guiris: despistadas, achicharradas bajo el sol de julio, sonrientes, observando con atención la superficie del pueblo, sin enterarnos de lo que ocurre en realidad. Fotografiamos cosas pequeñas que nos llaman la atención: casas bonitas, puertas astilladas, bodegones espontáneos, perros dormidos. Las casas nos miran tranquilas con ojos serenos y curiosos, apenas nos saludan desde la frescura de la sombra.
Es nuestra segunda visita a Kabredo y nuestra intención es relacionarnos con los habitantes no humanos del pueblo y sus alrededores, así que prestamos atención a la presencia de las montañas, los árboles, cultivos, hierbajos, pedruscos y animales. Nos cruzamos con un perrazo blanco que la vez anterior nos presentaron como el rey del pueblo. Me fastidia no recordar su nombre.
En La Balsa, a las afueras del pueblo, el sol de julio cae sin piedad arañándonos la piel. Es más salvaje de lo que pensábamos y está llena de vida. Encontramos la superficie cubierta de algas sobre las que revolotean libélulas brillantes rojas y azules, y otras negras, grandes y ruidosas como helicópteros. Se escucha un jaleo de patos que arman barullo y salpican entre los juncos de la orilla. Al fondo, los árboles bailan con el viento. Puedo distinguir doce tipos de color verde.
Después de un rato sentadas en la orilla, estamos rodeadas de animales. Hay todo tipo de insectos acuáticos que se nos acercan con curiosidad, mientras nuestros cuerpos se hunden en el barro pantanoso y el agua reposa dejando ver el fondo de nuevo. Libélulas alocadas zumban sobre nuestras cabezas enredándose en nuestro pelo. Nos preguntamos si en el pueblo saben que hay dos locas desnudas jugando con insectos en el embalse.
El agua cambia de color casi sin darnos cuenta. Ahora es turquesa y brilla como si se hubiese tragado el firmamento entero. Recuerdo que la noche anterior en Genevilla me quedé impresionada con la cantidad de estrellas que se veían desde el pueblo. Le cuento a Karmele que es como si el agua estuviera respondiendo al cielo con todos esos brillos, pero ella no me hace mucho caso porque está intentando fotografiar una oruga de colores brillantes. Me gusta que trabajemos en un lugar rodeado de montañas.
Nos acabamos de conocer, pero dentro del agua parece que fuésemos viejos amigos. Llegaron armando un lío espantoso, con la radio a todo volumen y levantando polvo. Nos trajeron agua y celebrada cerveza y nos enseñaron por dónde entrar a la Balsa sin pisar las algas.
Ahora nadamos todos juntos y huimos de las corrientes frías subacuáticas que te atraviesan el cuerpo y te dejan como un cubito de hielo. Iván vive en el pueblo y nos cuenta que dicen que en el fondo de la Balsa hay anguilas enormes. No sabemos si es cierto o quiere meternos miedo, pero después de esta información cada vez que un alga nos roza un pie se nos ponen los pelos de punta.
Aún así nos adentramos en la parte profunda y admiramos las montañas, que van tiñéndose de amarillo con la luz del atardecer.
Mientras luchamos para mantenernos a flote Iván me cuenta que la montaña que tenemos enfrente se llama León Dormido. Recibo ese nombre como un regalo.